Espacio público, espacio ciudadano

Escrito por José Miguel Iribas. Publicado en Smart cities

Existe una generalizada convención según la cual la ciudad viene conformada básicamente por la aportación que para su configuración física y para la generación de su imagen singularizada aportan los equipamientos y los espacios públicos, una concepción morfologista que remite de forma irrecusable a la disciplina arquitectónica como la más decisiva (diríase que casi la única) que interviene en la configuración del hecho urbano.

Encuentro dos objeciones al respecto. En primer lugar, la ignorancia sobre el papel fundamental que juegan los espacios colectivos, si por tal se entienden los lugares de titularidad privada y uso público, que por su condición atractora tienen un uso intensivo y prolongado por parte de la ciudadanía. Pues, al margen de esta función objetiva, habría que convenir que tienen una influencia capital en la conformación de la ciudad contemporánea, que es del todo inexplicable sin que se aluda a dichos espacios (comercios, bares, espacios de trabajo y ocio), cuya presencia cuantitativa y cuyas características cualitativas contribuyen de forma decisiva a activar y jerarquizar la ciudad (pues reflejan el dinamismo y la potencia de sus diferentes áreas), así como para dar cuenta de la energía de la ciudad entera.

Una segunda objeción, de mayor importancia para el asunto que nos atañe, parte de una idea conceptualmente más amplia consistente en la asunción de la ciudad como resultado de un proceso territorial y económico basado en la “acumulación para el intercambio”, en función del cual debemos asumir que el hecho urbano, además de la influencia decisiva que para su gestación y desarrollo tienen los factores territoriales e infraestructurales que constituyen la base de su contexto físico, se asienta sobre la confluencia organizada de elementos materiales (la edificación y el espacio público, que constituyen los fundamentos de la acumulación) e inmateriales (actividades y flujos, que son el punto de partida de todo intercambio).

 Construir ciudad desde lo inmaterial

Aunque frecuentemente se ignore en la práctica del urbanismo real, a cualquiera de sus escalas, la materialización urbano-arquitectónica de la base cultural y social en que se asienta el hecho urbano no es sino un mero reflejo histórico del devenir de elementos inmateriales, que, a despecho de su naturaleza más etérea y aparentemente inconsistente, tienen mayor persistencia y durabilidad.

El espacio público debe ser la expresión de los valores cívicos que sustentan la ciudad, el resumen de la vida que alberga y estimula, y la consecución de estos atributos es relativamente independiente del diseño, como muestra el hecho de que existan espacios urbanos antológicos (la Gran Vía madrileña, las Ramblas barcelonesas, Times Square o Picadilly Circus, por citar algunos bien conocidos) que se caracterizan por la escasa relevancia que ha tenido su resolución arquitectónica (inadecuada en algunos aspectos) en su éxito social, entendiendo por tal tanto la intensidad con que se usan como la significación urbana que tienen y la capacidad con que cuentan para proyectarse como emblemas de la ciudad.

Por tanto, y aunque una buena solución compositiva contribuye favorablemente a la gestación exitosa del espacio público, lo que realmente constituye la base de su éxito final es la combinación de estos aspectos formales con la capacidad atractora que contengan las actividades que alberga (o las de su entorno inmediato), que son la base de su singularidad y la razón última de su excelencia. Y esto nos lleva ineludiblemente a contemplar otros dos factores: la accesibilidad, que asegura la concurrencia de los ciudadanos, y el confort de su uso, que es un factor relevante para prolongar su estancia.

Más allá de lo visual

Es necesario plantear un nuevo debate acerca de la naturaleza última del proyecto sobre el espacio público: si se orienta casi exclusivamente hacia la resolución de los aspectos visuales de la composición está olvidando que también debería considerar el confort, que, además de sus propias exigencias, suele asentarse sobre la polisensorialidad, es decir, sobre el estímulo de los sentidos. Un componente clave que debería servir como argumento recusatorio de algunas actuaciones en áreas de grandes dimensiones en los que se olvidan deliberadamente la vegetación y el agua (dos grandes aliados de la activación sensorial) y se sacrifican impunemente en aras de garantizar la presencia dominante, por exclusiva, del producto arquitectónico.

Cabría invocar, en consecuencia con lo dicho, tres características que deberían fundamentar el espacio público: la atractividad (propia o ajena, a condición de que estimule ésta), el dinamismo (configurado generalmente por un programa de usos abierto que completa la ciudadanía) y el confort.

Pero lo que se viene observando en los últimos tiempos, en los que el rescate del espacio público se ha convertido en un objetivo ineludible para políticos y profesionales de la arquitectura, es que el logro de espacios significantes está casi exclusivamente asentado sobre diseños arquitectónicos hiperbólicos, entendiendo por tales aquellas actuaciones donde las solicitudes formales se imponen sobre las necesidades reales de uso, a las que en ocasiones desprecian.

Pero estas sobredotaciones no hacen ciudad o, al menos, no en proporción a su coste. Lo que es preciso comprender cuando se trata de intervenciones urbanas es que una acertada solución arquitectónica no es condición bastante para garantizar un resultado positivo (y menos cuando se trata de atraer demandantes de uso de forma recurrente, pues el éxito de tales demandas está estrictamente vinculado a la calidad y persistencia de las ofertas de tiempo, que son la base de las estructuras culturales, turísticas y de ocio que funcionan bien), pues el urbanismo contiene la arquitectura pero rebasa los contenidos de esta disciplina (aunque ciertamente desconoce otros) y exige la concurrencia de otros factores: medioambientales, sociales, económicos y culturales, además de los estrictamente funcionales.

Para mejorar el equilibrio urbano

Es fundamental, además, que las intervenciones urbanas contribuyan al equilibrio de la ciudad. Así, al margen de las operaciones de rediseño de espacios puntuales, muy visibles y, en consecuencia, muy gratas a los administradores públicos, donde se manifiesta de una manera más nítida la necesidad de repensar el espacio público es en las periferias urbanas y suburbanas, en los que la aplicación de metodologías y prácticas ancladas en el más puro convencionalismo funcionalista ha derivado en la ausencia de espacios capaces de convocar y retener a los ciudadanos, como ya anticipara lúgubremente Henri Lefebvre en su nunca suficientemente ponderado “Elogio de la taberna”. Los problemas en estas grandes áreas urbanas han sido y son acuciantes.

La práctica del urbanismo en los últimos 35 años en España parte de la asunción de principios derivados de la Carta de Atenas, por más que se rechacen (aunque sólo retóricamente) sus postulados, de manera que el espacio comunitario se concibe desde una óptica básicamente funcional, que prioriza el tráfico automóvil y promueve grandes áreas verdes aisladas de las viviendas y carentes de espacios colectivos (ya se han mencionado: comercios, bares y espacios de trabajo) capaces de atraer y retener de forma continua a los ciudadanos. Todo ello contribuye a la evitación de todo mestizaje de usos, implícitamente asumido, pese a las invariables declaraciones en contra de los urbanistas en ejercicio, y explícitamente impuesto, por ejemplo, en los instrumentos legislativos sobre viviendas sociales.

Desde esa perspectiva, las actividades y los flujos se contemplan exclusivamente como un problema a resolver en lugar de ser oportunidades extraordinarias para, desde la acumulación (también recusada por el urbanismo oficial), promover los intercambios, que son prácticamente inexistentes. En el modelo funcionalista imperante las calles se transforman en viales, los jardines en desérticas extensiones verdes que tienen un destino estrictamente contemplativo y el espacio público en su conjunto está despojado de sus características esenciales: ser la extensión de la vivienda, el ámbito de la concurrencia espontánea, el lugar de encuentro, el escenario de los afanes y los deseos, la traducción física de los atributos y valores de la sociedad. Así que, objetivamente, hay mejor espacio público y mejor ciudad en la mayor parte de los ensanches de la era franquista, con sus innumerables y dolorosos problemas, que en las intervenciones bienintencionadamente higienistas de la era democrática. Y, por otro lado, aquellos contienen espacios públicos rescatables, condición inexistente en las nuevas áreas residenciales periféricas, salvo que medien actuaciones redentoras actualmente inimaginables.

José Miguel Iribas es sociólogo y experto en diagnóstico y planificación urbanística, territorial y turística.

* texto publicado originalmente en la revista Arquitectura Viva #136, por cesión del autor.

Foto: Galerie op weg